No me cansaré nunca de decir que me encanta vivir en España. Su clima es de los más agradables del planeta, sus servicios holgados a casi todas horas, sus regiones bonitas y con historia y su gente (hay de todo, como en todas partes) amable y hospitalaria.
Sin embargo, no sé si a la gente que pasa (por poco jeje) la treintena como yo le invade la misma sensación, pero el caso es que los nacidos en democracia hemos crecido rodeados de series, películas, cómics y libros americanos.
Vengo a decir esto porque creo que hay pocas cosas comparables a una buena paella, una novela de Carlos Ruiz Zafón, una iglesia con ocho siglos de historia o una serie con la que te sientas identificado porque la protagoniza gente como tú y se localiza en un lugar donde has vivido o que al menos has visitado.
Pero, pese a ello (y en un claro ejemplo de que la sugestión continua es exitosa) siempre he anhelado viajar a Estados Unidos. Soy un fan absoluto de cualquiera de las series que ahora mismo se proyectan en España venidas desde USA, mis héroes de la infancia eran Spiderman y La Patrulla X y mis películas preferidas llevaban la firma yankee.
Y me resulta curioso, porque en algunos momentos me he parado a pensar y me he dicho: 'a ver si esta gente conoce el placer de un almuerzo en La Pascuala, el entretenimiento de comprar en el Mercado de Ruzafa, el placer de una tertulia con amigos tras comer en la Albufera un buen all i pebre, de pasear por parajes como los de Asturias, de disfrutar de playas como las valencianas, de poder cenar a las 12 de la noche o de pasear por una ciudad que además de tener historia no está plagada de autopistas'.
Aun así, no me puedo resistir a querer cruzar el charco. Incluso nombres como Minessota, Milwaukee, Colorado u Oklahoma me llaman a veces más a atención que León, Galicia, Segovia o San Sebastián.
Y me doy cuenta de que me han lavado el cerebro. Y que los productos audiovisuales norteamericanos son (y siguen siendo) la mejor arma propagandística de la historia de la humanidad.
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