Quizá alguien lea este post dentro de unos años y no entienda nada. Por eso es importante contextualizarlo. Es 17 de noviembre de 2015. Hace menos de una semana un atentado yihadista ha segado más de 100 vidas en París. En aquel momento se disputaba en el Stade de France un Francia-Alemania que no se suspendió para evitar que cundiera el pánico. Y, tras un amistoso de España contra Inglaterra que sí se jugó, la selección nacional debía viajar a Bélgica (donde, dicen, se preparaban los terroristas) para afrontar otro encuentro no clasificatorio.
En un primer momento, el combinado dirigido por Vicente del Bosque sí realizó el trayecto, pero 24 horas antes del choque se decidió suspender el mismo por alto riesgo de que se repitieran las acciones que se vieron en Francia. Y se regresó a territorio hispánico para evitar males mayores.
Vamos a obviar la improvisada rueda de prensa del seleccionador en un asiento del avión de vuelta, puesto que no sólo se le supone la cordura y la coherencia sino que es plenamente demostrable que es una persona cabal y que entiende la importancia que sus palabras y su figura adquieren en momentos como esos.
Sin embargo, poco antes habían comparecido ante los medios de comunicación dos futbolistas, que si bien son jóvenes no son en absoluto noveles ni en su carrera ni en la selección. Y que, lejos de ser conscientes de la trascendencia que rodea todo aquello que digan o hagan, actuaron como lo que son: jugadores de fútbol. Con todo lo que ello conlleva.
Hoy, muchos profesionales del balón disponen de una agencia de comunicación o un gabinete de prensa propios. Y, sin embargo, siguen pensando que éste sólo sirve para rechazar entrevistas. Por lo que, en circunstancias extremas como las que se han vivido, apenas pasa por su cabeza alejada de la realidad el hecho de pedir ayuda para elaborar un discurso coherente en un momento donde millones de personas están pendientes de aquello que digan.
Todo esto viene a colación de un comentario en Facebook de Elisa Aguilar, ex capitana de la selección española absoluta de baloncesto durante 10 años, donde se mostraba apenada y sorprendida de que referentes de este calibre no hubieran sido conscientes del bien que podían hacer en aquellos momentos.
Posiblemente si hubieran pedido ayuda alguien les hubiera dicho que el fútbol consiguió un día de armisticio (palabra que quizá desconozcan) en la Segunda Guerra Mundial. Que el deporte ha provocado muchas veces que naciones en guerra se enfrentaran sobre una cancha sin violencia de por medio. Que era el momento de demostrar no hay mayor hilo de vertebración social que este.
Y, además, seguramente su gente les hubiera recomendado expresarse comentando que ellos podrían jugar porque al fin y al cabo es muy difícil que un terrorista llegue a un terreno de juego, pero que tienen la responsabilidad de no poner en riesgo a los miles de espectadores que acudirían a la cita. Por lo que entienden la necesidad de aplazar el evento.
Por desgracia, nada de esto ocurrió. Y, una vez más, aquellos en los que muchos se miran volvieron a no estar a la altura de lo que se espera de ellos. Quizá porque nadie les ha enseñado a pedir ayuda. O porque no conciben la importancia real de sus actos.
No me gusta generalizar, pero así fue. Así nos duele. Y así lo contamos. Porque el deporte une. Pero los futbolistas (que no los deportistas) deben aprender que, aunque no quieran y sus problemas no sean los del resto del mundo, son lo que son. Influyen lo que influyen. Y, a veces (demasiadas) decepcionan lo que decepcionan.
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