No paro de leer artículos sobre cómo las empresas tratan de mejorar su productividad. De evitar que sus empleados se quemen. De introducir el ejercicio físico en el día a día. E incluso de convertirse en compañías saludables para que quienes coman allí a diario no acaben con un exceso de triglicéridos por el doble síndrome del tupper y la fijación al sillón.
La mayoría de las propuestas, todo sea dicho, son puro postureo. Vienen de gente joven que lo propone a los directivos (empresaurios de más de 50 años) y estos, desesperados ante su incapacidad para reflotar lo que antes funcionaba por inercia, las ponen en marcha sin ningún convencimiento y casi esperando que fallen para echar en cara a su gente que ni así son capaces de rendir.
Esto, ni más ni menos, es absolutamente comparable a cuando uno de estos jefes sabe que hay que estar en las redes sociales pero no tiene ni idea del por qué. Y contrata por 100 euros a su sobrino para que ponga noticias chorra o haga publicidad descarada, como si eso fuera a atraer clientes.
Por mucho que nos digan que estamos saliendo de la crisis, cada vez hay más gente haciendo cola en Caritas, cada vez se cobra menos y cada vez son más necesarias personas externas que no estén intoxicadas por el día a día. Porque los nuevos departamentos están muy bien, pero si los integran personas que llevan 10 años viéndose la cara a diario y que arrastran historias pasadas nunca van a proponer nada nuevo ni, por supuesto, nada valiente o rompedor.
Hoy no sólo existen herramientas capaces de medir el buen trabajo de los empleados, sino también conciencia de que trabajando ocho, 10 o 14 horas no hemos conseguido salir del abismo. Por lo que vale la pena replantearse si es éste el modelo correcto.
Por ello, el primer departamento externo que deberían crear las grandes compañías debería ser el de productividad. Comandado por expertos en teletrabajo, en gestión de oficinas virtuales, en creación de objetivos empresariales. Para trabajar en base a estos, no en base a un horario absurdo en el que perdemos más de tres horas al día entre cafés, almuerzos, redes sociales, reuniones y conversaciones con compañeros. Sin contar, por supuesto, aquellos que se comen dos horas diarias de atascos.
Y el segundo, íntimamente ligado, es el conciliación. Porque no podemos exigir la misma atención a un joven de 23 años que acaba de entrar en la empresa que a una madre de dos hijos o a una persona que debe cuidar a diario e su padre enfermo. Y en la flexibilización (y en escuchar las necesidades de nuestra gente) está muchas veces el éxito. Más que exigirles más pagándoles además menos.
Leía hace poco un artículo en El País que decía que Iberdrola había aumentado un 8% su productividad únicamente implantando un horario para sus 9.000 trabajadores de 8 a 3. Es un claro ejemplo de un primer paso. Que hoy, con las tecnologías existentes, debería ser sólo eso, el inicio de la libertad laboral siempre que los empleados cumplan los objetivos que les marque la empresa.
Comentarios