Hace muchos años que trabajo en casa. Ocho, concretamente. Y desde entonces he visto una evolución clara en el mercado laboral. Provocada primero por la irrupción de la tecnología y, más tarde, por la crisis económica.
Todos estos pensamientos y algunos más los he reflejado en el libro 'Por qué no nos dejan trabajar desde casa?', que he editado a través de la plataforma Bubok. Sin pretensiones, con él busco ofrecer una guía a las personas que por convicción u obligación tienen que trabajar fuera de la oficina, pero a las que nadie ha enseñado hacerlo.
El concepto básico es el de salario emocional. En un tiempo donde es muy difícil cobrar más sueldo, los empleados podrían ser más felices trabajando en su domicilio y conciliando su vida laboral y personal y los empresarios retendrían el talento y generarían un ahorro muy importante derivado de la no necesidad de pago de dietas, kilometraje, luz o incluso oficina.
Me gustaría ofreceros a través de este blog, de manera gratuita, el primer capítulo. Para que entendáis lo que quiero transmitir. Y, por supuesto, para que si os interesa el tema podáis adquirir la obra completa. En papel (13'99) y en ebook (2'99) la encontraréis aquí http://www.bubok.es/libros/235509/Por-que-no-nos-dejan-trabajar-desde-casa.
Ojalá os ayude, como me ha ayudado a mí, a ser más felices y disfrutar más de vuestro día a día.
CAPÍTULO 1. EDUCADOS PARA SENTIRNOS CULPABLES
Quizá no sea culpa nuestra. Ni siquiera de nuestros padres o nuestros abuelos. Pero hay una realidad en las generaciones que nacieron antes del siglo XXI: metieron determinadas frases en nuestro imaginario colectivo que repetimos como un mantra. Y ya sabemos que de la repetición llega el convencimiento.
Seguro que os suenan: ‘El trabajo dignifica’. ‘A quien madruga Dios le ayuda’. ‘¿Trabajas para vivir o vives para trabajar?’. ‘Cuando uno se queja de su trabajo, que lo pongan a no hacer nada’. ‘El mejor remedio contra todos los males es el trabajo’. ‘El trabajo duro purifica el espíritu’…. Podría seguir dando ejemplos, pero posiblemente no sea necesario.
Con todo, ni nuestros padres ni nuestros abuelos disfrutaron de una de las suertes que se nos ha otorgado a nosotros: la capacidad de realizar nuestras gestiones laborales diarias desde cualquier lugar remoto. Ellos, como nosotros ahora, vivieron grandes crisis. Tuvieron que subsistir con lo justo. Y se enfrentaron a nuevos retos a medida que iban creciendo personal y profesionalmente. Pero JAMÁS tuvieron la oportunidad de compaginar su vida familiar y laboral. Su día a día siempre tuvo que estar ligado a un campo agrícola, a una oficina o a un coche y un maletín si su trabajo era eminentemente comercial. Por lo tanto, les fue IMPOSIBLE conjugar el verbo que tanto preocupa a nuestra generación: conciliar.
Uno de los ejemplos más claros del antiguo régimen puede encontrarse en el desgarrador libro ‘Historias de la cadena de montaje’, escrito por el estadounidense Ben Hamper. El americano no es un autor al uso, puesto que sólo ha escrito sus memorias una vez que ha perdido toda su razón de ser laboral. Pero el resumen aglutina todos los estereotipos de la era 1.0, que pese a parecer tan lejana todavía subsiste en la mayoría de las filosofías empresariales actuales.
Hamper nació y creció en Flint, el sancta sanctorum de la industria automovilística de Estados Unidos. Su abuelo y su padre trabajaron en la cadena de montaje de General Motors y él, pese a intentar deshacerse de la ‘tradición’ familiar, acabó siguiendo el mismo camino. Su retrato es el de muchos obreros del sector de las cuatro ruedas, pero es altamente trasladable a la mayoría de la sociedad occidental. A saber: una jornada tediosa y repetitiva, horarios incompatibles con la vida social, papel de la esposa como criadora de niños a los que apenas ves crecer y necesidad de que llegue el fin de semana para emborracharte y olvidar tus problemas. Así durante 20 años. Hasta que lo antiguo, por obsoleto e inmovilista, quebró. Curiosamente, con los jefes preguntándose cómo podía haber ocurrido tal cosa.
El americano es el máximo exponente del considerado éxito vital hasta hace muy poco tiempo: una persona con un trabajo estable y un sueldo digno, que forma una familia y contribuye a la comunidad. Algo por lo que hoy mucha gente mataría. Sí, estoy usando el verbo adecuado. Mataría. Tal es la desesperación de la mayoría de las personas que no saben ya qué hacer para encontrar un trabajo digno. Y de lo que se aprovechan las compañías que buscan la maximización de sus beneficios, no el bienestar de sus integrantes. Bajo el sentimiento de culpa que te imbuye la sociedad (es recurrente la sentencia ‘Da gracias por tener trabajo’, como si no te hubieras ganado el tenerlo y no te merecieras mantenerlo con tu esfuerzo diario), fuerzan a aceptar condiciones muchas veces inasumibles. Y te hacen creer que tu concurso es imprescindible detrás de un escritorio o en una sala de reuniones. Que hay que trabajar más horas que antes con menos sueldo y la mitad de personal porque los sacrificios son necesarios en esta era. Y, curiosamente, los accionistas y grandes directivos viven con salarios, pluses y reparto de ganancias récord, mientras plantean ERE’s o ‘flexibilizan’ el trabajo. Lo que significa, en román paladino, que vas a percibir menos dinero por un trabajo cualificado. Aunque seas de los mejores de tu promoción. O el más innovador en tu sector.
Todas estas circunstancias han desembocado en una generación a la que se ha educado en un alto complejo de culpabilidad. En teoría, por las facilidades tecnológicas, podrían disfrutar de la vida mucho más que sus progenitores. Su trabajo es mucho menos físico. Disponen de mil opciones de ocio antes inexistentes y a precios sensacionales (¿cuánto costaba un fin de semana en Florencia cuando no existían vuelos low cost ni comparadores de hoteles en internet?). En muchas ocasiones disponen de la ayuda de padres y abuelos a la hora de criar a sus hijos. Y hasta, en situaciones extremas, pueden volver a casa de los mismos a vivir de su pensión, lo suficiente alta y estable para llegar a fin de mes.
Muchos, además, han adoptado el deporte como forma de vida. Comen más sano. No fuman. Beben un gintonic por placer, no por acumular copas en el cuerpo. Cuidan las amistades verdaderas y las otras las desechan para tratar de encontrar la felicidad. Y, a veces, hasta encuentran su camino laboral soñado poniendo en marcha empresas impensables hasta hace sólo 10 años.
Y pese a todo, se sienten mal cuando tienen días libres. No paran de mirar el teléfono por si su jefe les han mandado un correo de última hora. Para estar pendientes de algo que tenían que recibir de un cliente. Lo hacen incluso cuando comen con su pareja o quedan con amigos. Porque les dicen que la tecnología es mala. Que dessocializa. Que es un yugo que te hace llevar el trabajo siempre a cuestas. Y creen que cometen una irresponsabilidad si no están pendientes del smartphone. Algo que, por cierto, no ha sido fomentado por ellos, sino por sistemas de trabajo basados en dejarlo todo para última hora, provocar reuniones en festivos o ceder los puestos directivos a personas sin capacidad de visión periférica. De los que nunca usan 15 minutos en sus despachos para pensar en la estrategia a medio y largo plazo, sino a los que se les ocurre algo y tiene que hacerse ya, aunque la tarea que estés realizando en ese instante sea más importante y productiva.
Es especialmente sangrante el caso de las profesiones que dependen de la tecnología. Y, aunque parezca lo contrario, el mejor caso para explicar este nuevo ‘poder’ de las empresas sobre sus trabajadores es el de aquel oficio que debería denunciar estos abusos.
EL CASO DEL PERIODISMO.
No es la profesión más común. Ni siquiera la mejor valorada. Un reciente estudio señala que es la menos atractiva después de la de leñador, aunque hay tantos estudios procedentes de tantas fuentes durante tantos días que ya no sabes si es verdad o una gracia para salir en los medios.
Lo que poca gente sabe es que, al menos en España, el sector de la prensa es el que más empleo ha destruido después de la construcción. Ni siquiera el financiero o el hostelero ha sufrido un descabezamiento similar. Y el mercado todavía sigue ajustándose. Lo que en términos no técnicos y económicos viene a significar, sencillamente, que sigue habiendo despidos y creciendo la precariedad laboral.
Vaya por delante que ésta es mi profesión. A la que amo. En la que sigo trabajando, a pesar de la crisis. Y donde no tiene absolutamente nada que ver lo que empecé haciendo en 1996 con lo que hago ahora. Lo que no significa que deje de ser periodismo lo que hago en la actualidad. Pero es un periodismo adaptado a las nuevas circunstancias. Ni mejor ni peor. Ha evolucionado como lo han hecho la atención al cliente, los seguros o la venta de automóviles.
Muchísimas personas, con gran parte de razón, dicen que los actuales medios ejercen una labor muy pobre. Que apenas hay investigación, ni reportajes que valgan la pena. Que todos los periódicos sacan las mismas noticias y únicamente se diferencian por la defensa a ultranza de diferentes ideologías. Por no hablar del periodismo deportivo y su radicalización entre ‘pro’ y ‘anti’ de cualquier cosa.
A todas las personas que nos acusan de ello quisiera explicarles algo con un ejemplo muy sencillo: antes había tres periodistas para escribir tres páginas. Hoy hay sólo uno, que además cobra menos que antes, para hacer esas mismas tres páginas. Trasladado a una cadena de montaje, si antes 100 operarios colocaban cada hora 500 parabrisas, hoy sólo hacen ese mismo trabajo 30. Una vez entendido esto, la pregunta es sencilla: ¿son más o menos seguros los coches que salen de las fábricas? Pues lo mismo ocurre con los diarios que salen de las rotativas.
Por propia experiencia y por conocimiento del mercado: el 70% de los periodistas en España no cobran ni 1.000 euros al mes. Yo no lo hice trabajando en sitios como Europa Press, COPE o Punto Radio y seguiría sin hacerlo si no fuera un profesional autónomo con varios clientes en cartera.
En ese caso, la segunda pregunta es: ¿qué podemos esperar del periodismo hoy? Con menos gente que nunca, menos cualificada (no por calidad sino por experiencia) y saturada de trabajo… ¿vosotros qué haríais? Pues lo que hacen ellos. Cumplir su trabajo lo más decentemente posible e iros a casa. Pero seguramente no podríais innovar en la empresa. Ni buscar un ascenso en base a actuaciones meritorias. Ni siquiera pedir un aumento de sueldo, viendo cómo han despedido a compañeros no hace demasiado.
A ello se le une una circunstancia que ha convertido la crisis del periodismo en un círculo vicioso difícil de gestionar: cada vez hay menos dinero en las empresas, que cada vez invierten menos en publicidad. Eso significa que cada vez hay menos ingresos en los medios tradicionales, por lo que despiden a gente, sobre todo a la más cara. Es decir, a la mejor (salvo algunas excepciones). Si esto ocurre hay menos gente y de menor rango para hacer el mismo producto, que obviamente tiene una calidad inferior. Y como no hay posibilidad de mejorarlo, cada vez se ingresa menos porque no es un soporte atractivo. Así hasta la desaparición. Lo expliqué en su momento en mi blog, que como es estrictamente personal me permite escribir lo que me dé la gana.
Hay periodistas buenos, regulares y malos. Exactamente en la misma proporción que arquitectos buenos, regulares y malos. O que abogados buenos, regulares y malos. Aunque se haya extendido la generalización de la crisis del periodismo, lo cierto es que hay de todo. Como siempre ha habido.
Es por eso que hay gente que da noticias y otra que no. Y medios que dan más noticias que otros, porque tienen mejores periodistas o simplemente no contratan becarios como mano de obra barata para copiar y pegar en lugar de instruirles en cómo buscar información.
Sin embargo, para entender la crisis del periodismo aquellos que no están dentro del mundillo deben saber varias cosas, concernientes a quiénes dirigen ahora los medios, qué tipo de sueldos se pagan, qué horarios se realizan y sobre todo quién debe vender el producto.
El primer apartado es sencillo: los ERE los realizan directivos que no son periodistas. Esto qué significa? Que se cargan a la gente en función de lo que cobran, no de lo buenos que sean o de la capacidad que tengan de atraer lectores-oyentes-televidentes-clicks a su medio. Con lo cual ocurren cosas como las de El Pais: un periódico rentable donde despiden redactores a causa de las pérdidas de las otras empresas del grupo y encima a muchos de los que echan eran aquellos a quienes la gente quería leer cada día.
Apartado dos: los sueldos. Pondré mi caso para que nadie se ofenda. Nunca, NUNCA, en un medio de comunicación de los llamados clásicos he llegado a ganar 1.000 euros. Superé esa cifra trabajando en una productora, pero fue en época pre-crisis. Para que os hagáis una idea, alguno de los últimos afectados por la extinción de una radio tenía 598 euros de sueldo base, trabajando un mínimo de seis días a la semana. Esto a qué lleva? A gente quemada o con poca experiencia que no consigue (no porque no quiera, sino porque muchas veces le falta rodaje) elevar el nivel de su medio para que éste tenga más fans y, en consecuencia, genere más publicidad.
Apartado tres, los horarios, aunque de esto es de lo que menos nos tenemos que quejar porque sabemos que son así desde que queremos ser periodistas. Pero es bueno que la gente lo sepa, más que nada porque no hay profesional al que no le hayan preguntado alguna vez en su vida 'Ah, pero tú trabajas el uno de enero?'. Por poner el caso de deportes, todos los fines de semana del año (o casi todos) se trabaja. Y muchas veces se realiza una jornada normal y luego se cubre un partido a las 10 de la noche, llegando a casa pasadas la una de la madrugada. Que lo hacemos con gusto? Muchísimas veces. Pero los sueldos y la escasa flexibilidad de los jefes anteriormente mencionados van restando ilusión día a día. Y respecto a lo del uno de enero, siempre contestamos lo mismo: 'Tú quieres escuchar la radio o ver la tele ese día? Pues alguien tiene que estar ahí'.
Pero el último apartado, depués de esta introducción, es el que considero más importante. Pongámonos en un medio ideal: multimedia, con profesionales de alto nivel, buenos sueldos y un prestigio a prueba de bomba. Es decir, el New York Times. Pues resulta que la web del NYT no es rentable! Y mi pregunta es: eso es culpa de los periodistas? A lo que respondo rotundamente NO.
No es trabajo de los periodistas saber cómo monetizar uno de los sites más visitados del mundo. Como no lo es encontrar nuevas formas de financiación para los medios. Tampoco decidir si hay que dar un impulso a lo digital en detrimento del papel. Y ni siquiera convertir su medio en un negocio próspero.
Porque eso, TODO ESO, es función de los comerciales y los directivos. Y los primeros paran en seco su trabajo cuando llegan a sus objetivos mensuales (sea el día 2 o el 24) y los segundos han demostrado que sólo saben despedir a la gente, porque nadie en TODO EL PLANETA ha sido capaz de no despedir a algún periodista durante 2012.
Así que acabo como empiezo. El futuro del periodismo depende de los periodistas? Y mi respuesta, por desgracia, es NO. Porque los periodistas SÍ están haciendo bien su trabajo. Pero al final los que se quedan en sus puestos son los que están siendo incapaces de hacer bien el suyo.
Más allá de la empresa periodística tradicional hay, sin embargo, un mundo nuevo que florece. Basado en tres parámetros básicos: ofrecer algo viejo con una calidad inusual en estos tiempos, ofrecer algo nuevo a menor coste que lo viejo o especializarse en perfiles inexistentes hasta hace poco tiempo y por lo tanto no saturados laboralmente.
En el primer caso, es paradigmático el caso de revistas de papel como Esquire, Forbes o Panenka. Las dos primeras pertenecen al grupo Spain Media, que creó Andrés Rodríguez para traer a España publicaciones que llevaban años triunfando en Estados Unidos. Cuando comenzó aquí lo tenía todo en contra: la crisis del sector, la caída de anunciantes, la negativa de la gente a pagar por algo que puede tener gratis en internet… Pero dio algo que el resto no daban. Diferenciación y calidad. Hoy Esquire es la revista para hombres (y mujeres, como ellos mismos dicen) más leída del país. Y Forbes es rentable. Algo diferente fue el caso de Panenka, donde una serie de redactores afectados por el cierre de la histórica Don Balón entendieron que la gente es muy futbolera. Y que no quiere consumir cada día si Messi calza botas naranjas o Cristiano lleva gorra con traje, sino conocer historias del deporte que tanto les apasiona. Contadas, a ser posible, por gente que admiran y a la que siguen fielmente en redes sociales. En ello se basaron, pero en lugar de hacer una tirada fija (con el riesgo de perder dinero si no vendían un determinado número de ejemplares) plantearon dos opciones de venta: directa, donde te imprimían la revista o te la mandaban a casa o por suscripción. Esto supuso GRATIS un estudio de mercado sobre cuánta gente quería su producto. Y resultó que era mucha, así que hoy ya venden en los principales kioscos de las principales ciudades.
El segundo caso decidió extinguir lo que muchos querrían hacer desaparecer en sus oficinas: el súper directivo obsoleto que no es capaz de adaptarse a los nuevos tiempos y toma decisiones erróneas que van arruinando a la empresa, mientras él sigue cobrando un salario desproporcionado con la realidad y provocando despidos de gente que sí hace bien su trabajo. Un claro ejemplo es ElDiario.es, un medio de comunicación online donde todos los redactores cobran un sueldo decente y donde entra la publicidad suficiente para que no haya pérdidas. ¿Cómo? Al contrario que en El Mundo o El País, destinando el dinero a los trabajadores, no a una cúpula fuera de la realidad. Lo explica maravillosamente su director, Ignacio Escolar, en esta entrevista concedida a la edición digital de Forbes en agosto de 2013.
Los medios están en crisis. Internet no paga redacciones. Los periódicos no se venden. La prensa está comprada. No es fácil encontrar mensajes de aliento para el periodismo. Y llega Ignacio Escolar y suelta a bocajarro que eldiario.es, el periódico online que fundó hace menos de un año, ya ha empatado los números. Tienen 1,4 millones de lectores al mes según Comscore y acaban de alcanzar los 5.000 socios, que pagan 5 euros mensuales (básicamente por apoyar el proyecto, aunque además reciban a cambio en su casa la revista en papel que se edita trimestralmente o tengan cierto adelanto temporal en algunos contenidos). Están ahora en un gasto anual en torno a un millón de euros y sus ingresos, procedentes fundamentalmente de la publicidad, ya cubren ese gasto. No pierden dinero.
¿Cómo lo han logrado?
“Actuando como si fuésemos libres”, dice Escolar. En eldiario.es saben lo que quieren ofrecer: han demostrado su músculo frente a la prensa establecida con exclusivas como la entrevista grabada en vídeo a Hervé Falciani, el ex informático del HSBC que robó los datos de evasores fiscales de toda Europa. Y saben el modelo que han elegido para hacerlo. “Tan rojos que éramos y al final hemos salido todos empresarios” dice sonriendo tras enumerar los medios que han surgido de la mano de ex trabajadores de Público: Mongolia, Líbero...
¿Qué piensa al oír que hay crisis en los medios?
Que es verdad. Eso no significa ni que vayan a morir ni que no se puedan empatar los números. Hay que pensar qué es un diario otra vez. Cuando era un producto basado en la producción industrial y la distribución física no podías pedir sólo las páginas que te interesaban de varios periódicos. Eso hacía que la gente comprase un único diario.
Desde que la distribución es por Internet no se lee un único diario y tiene más sentido tener una redacción enfocada a un área. Eso permite medios mucho más baratos en los que además la propia redacción es la dueña de la empresa que edita. Dicen que Internet no da para pagar redacciones. No es verdad que no dé para pagar redacciones. Lo que no es soportable es el coste de algunos ejecutivos que cobran cada uno lo que eldiario.es gasta en total en un año. Se pueden pagar redacciones, no la planta noble que tenían los periódicos de papel.
¿Ayuda que se haya hundido el kilo de periodista?
Todos cobramos menos de lo que cobrábamos en otros sitios. Pero pagamos a todo el mundo y no hay ningún sueldo por debajo de 1.000 euros. No estamos pagando menos que cabeceras bastante más consolidadas.
Es usted el principal accionista. ¿Es importante mantener el control?
Somos 16 accionistas de los que el 90% trabaja en la redacción. Los que no, son sobre todo amigo que nos han apoyado. Por estar, está como accionista incluso mi madre. Yo soy el principal accionista porque, como director de Público, aprendí que quien manda en la redacción es el editor, el dueño, no el director. En Público, vi cosas que yo no habría hecho de haber sido el dueño y que fueron la semilla del cierre. Cuando le dices a un montón de gente que deje su trabajo y se venga contigo te haces responsable de ellos. No hay nada peor que la responsabilidad sin el poder.
¿Cuánto se ha vendido ya la prensa a la publicidad?
Lo que está pasando ahora es que muchas empresas de comunicación se endeudaron durante los años buenos y se han encontrado con que los anunciantes son sus dueños, se sientan en el consejo de administración. De toda la vida, en los medios de comunicación españoles (y en los extranjeros ya ni te cuento) ha habido capacidad para desafiar a un anunciante, para decir tengo una información y la voy a dar. Lo que es muy importante es marcar tú mismo desde el principio cómo es la relación y a qué tienes derecho si eres anunciante. En nuestro caso te da derecho a tener una audiencia muy cualificada, muy amplia y ya está. Al final el modelo se basa en que la veracidad que el lector le otorga a la información también se la da a la publicidad en cierto sentido. Si combinas información y publicidad o si te pones al servicio del anunciante, ni su anuncio vale mucho, ni tu medio vale gran cosa.
¿Qué piensa de cómo se cerró ‘Público’?
Que no estuvo a la altura ni del pasado ni de la fundación del periódico. Fue impresentable. No tiene sentido que una empresa no tenga dinero para pagar a los trabajadores y sí para invertir en Internet. Se habla de que importantes cabeceras españolas podrían hacer de pago su contenido.
¿Eso es bueno?
Desde luego para nosotros sería positivo. Nos ayudaría a crecer. De todas maneras yo no creo en el modelo de pago en Internet. Siempre se pone como ejemplo al New York Times, que no es que sea el mejor periódico de EE UU, es el mejor periódico del mundo. El modelo tiene que ser que la gente te apoye porque ve necesario que existan medios independientes.
La tercera opción ha conseguido que muy buenos profesionales encuentren acomodos que no se planteaban hasta hace muy poco tiempo, aunque también ha hecho proliferar una serie de cursos para enseñar determinadas aptitudes que parece que pueda tener cualquiera. Y no es así. Existe el convencimiento en España que la comunicación, la publicidad o el diseño puede hacerla cualquiera. Seguro que alguno de los lectores de este libro contrató a su sobrino como Community Manager por 100 euros, no le fue bien y cuando quiso buscar a un profesional receló de él porque la experiencia previa no había sido satisfactoria. El paralelismo es sencillo: cualquier aficionado a la fontanería puede arreglar un grifo si gotea, pero usted no lo contrataría si tuviera un escape de agua en su chalet de la sierra. Esta realidad social, en la que parece que cualquiera puede ser bueno en tareas creativas, la refleja un artículo escrito por el diseñador Xavi Calvo en el periódico digital Valencia Plaza en abril de 2014.
Como diseñador prefiero decir que un cartel no es adecuado, que no cumple su objetivo de comunicar algo (la comunicación de un mensaje es la esencia del diseño, no confundir con el arte), pero hay que reconocer que carteles horripilantes pueblan nuestras calles y desprenden nuestras ya mal acostumbradas retinas. Pero claro, esto es lo que opina un diseñador, y no lo que la mayoría del público detecta.
Tenemos un problema de educación visual. En entornos en los que un valor (pongamos el diseño) es maltratado, el paso del tiempo consigue que se pierda conciencia de qué está bien o mal (diseñado) ya que lo mediocre se convierte en estándar. Así, en pocas décadas, Valencia ha pasado de lucir unos sublimes carteles de fallas a vulgares obras de aficionados con ordenador.
Pero alguien hace esos malos carteles, ¿no?
Desprofesionalizar los encargos a la hora de contratar diseño lleva a la destrucción de un sector. No darle importancia a la comunicación de una empresa o institución lleva a corto plazo a una situación donde ya no se echa en falta hacer las cosas bien, y no ser consciente de la pérdida de calidad suele llevar a ese bucle del que es difícil reponerse, y lo peor es acostumbrar a que hacer las cosas mal no está tan mal. Es lo que veo que ha ocurrido al no cuidar la aplicación del diseño a rótulos comerciales, a carteles institucionales o incluso al mundo del envase.
Como en muchas profesiones creativas, la falta de criterio crea una falsa noción de que cualquiera puede hacerlo, el caldo de cultivo ideal para que el intrusismo aparezca en este destructivo bucle que tanto temo. Como remate, cuando ambas partes entran al juego de la ausencia de buen criterio proliferan también los concursos especulativos de diseño, mala práctica donde las haya que da por sí misma para otro artículo.
Recientemente estuve en Oporto. Mucha gente define las grandes ciudades portuguesas como si la España de los 50 se hubiese congelado, como un viaje en el tiempo a una bella decadencia, y lo cierto es que pude disfrutar de una de mis obsesiones, la tipografía aplicada a fachadas y a rótulos con una maestría que ya me gustaría ver en las calles de mi avanzada (nótese la ironía) ciudad.
Se ha perdido el arte de la rotulación para destacar un comercio frente a la competencia, nos hemos acostumbrado a rótulos que no ofrecen nada, una salida al paso de poner el nombre del negocio cara a la calle sin pensar en la función que debe cumplir. Es lo peor que le puede pasar al diseño, deja de ser diseño para ser una palabra escrita, un dibujito o una idea mal plasmada.
Opino que es bueno y necesario ser críticos con esta situación de diseño de saldo. De hecho, uno de mis miedos es que el silencio de un sector a manifestarse públicamente termine con no tener elementos buenos, ejemplos buenos a la hora de hacer un balance o de criticar. Sería lamentable que llegase un momento en el que un diseñador que empezase sólo pudiese ver buen diseño echando la vista atrás y no tuviese un momento contemporáneo como buen modelo.
No me refiero a despellejar cualquier atisbo de falta de profesionalidad o el uso de Comic Sans. No creo tampoco que señalar a quien no haya contratado a un diseñador vaya a beneficiar a nadie y uno es libre de hacer uso de los sectores y de los profesionales que le venga en gana o que económicamente pueda permitirse, así que en este sentido y a modo de autocrítica es momento de que seamos los diseñadores los que entendamos que el problema es nuestro y, como tal, pensemos qué está en nuestra mano por cambiar el panorama.
En España los apoyos institucionales se han diluido con los años, las administraciones públicas ligadas al diseño se fueron por otras órbitas o directamente se estrellaron y los organismos que gestionaban diseño y empresa han desaparecido entre canibalismos gubernamentales víctimas de malos asesores y pésimos directivos. Por otro lado, el asociacionismo profesional no está demostrando saber reaccionar ante una realidad de cambios de fórmulas y modelos, y es fuera de estos círculos donde surgen propuestas más interesantes que incitan al intercambio de opinión, conocimiento y debate.
Se apuesta, además, poco a nivel institucional por la crítica del diseño, algo que sin duda haría madurar a la profesión, y acercaría la sociedad a este mundo tan mal entendido e incomprendido a veces que es el del diseño y la comunicación visual.
Este problema de educación visual no sólo aniquila el criterio de una sociedad al juzgar un diseño sino también a la hora de valorar la función del diseño como herramienta comunicativa. ¿Y qué hace falta para recuperar una buena cultura visual? ¿Podemos reeducar nuestras retinas o nos damos por perdidos y convertimos las escuelas de diseño en hamburgueserías gourmet?
Hace falta mucha labor pedagógica. Y no sólo somos los diseñadores los que nos tenemos que dedicar a ello con nuestros clientes sino que hay armas que en buenas manos pueden hacer buena tarea. La televisión es un medio que al igual que destruye criterios (y neuronas) también es capaz de reeducar. Una caja erróneamente llamada tonta que ha demostrado que a base de insistir en una temática es capaz de relanzar todo un sector como el de la gastronomía en tiempo récord.
En apenas meses hemos visto que todo canal, público o privado, tiene su propio programa de cocina. Formatos de otros países, programas nuevos, copias de copias, adaptaciones, realities, concursos... Toda la parrilla televisiva actual está tocada por el mundo gastronómico, lo cual, a su vez, inunda las redes sociales y ha coincidido con un momento de eclosión y a la vez de afirmación de grandes talentos patrios con nombres y apellidos, convirtiendo la cocina en el fenómeno del momento dando el salto de los medios especializados al público general. Ahora hay un crítico de cocina en cada casa y tras cada cuenta de Twitter.
Por otro lado, para que la gastronomía haya llegado a triunfar en la televisión nacional primero ha pasado por otra importante fase de aceptación popular como fue la publicación de crítica gastronómica en prensa, ese paso necesario para ser materia de interés cultural.
En buenas manos, y entendiendo el diseño como un ejercicio teórico y de valor cultural, los programas o espacios de tv orientados al público general educarían visual e intelectualmente al espectador, además de ayudar al sector del diseño, lo cuál favorecería directamente al tejido empresarial nacional, ya que el buen diseño utilizado de forma inteligente es una importante ventaja competitiva a la hora de vender tanto local como internacionalmente productos y servicios.
Si consumimos diseño, ¿por qué no existe la crítica de diseño como algo popular, al igual que la gastronómica, cinematográfica o literaria?
No sé si esta ausencia de criterio general es causa o consecuencia de que si bien lleva un par de décadas debatiéndose de fronteras hacia afuera cómo debería ser la crítica del diseño gráfico, en España no existe un histórico en el análisis del diseño gráfico (al igual que la profesión como tal llegó tarde). Es un problema que no va tanto por reinventar el sector sino por generar foros de debate a varios niveles y motivar la crítica y la autocrítica. Pensar, al fin y al cabo, que es lo que le falta al diseño de saldo que ha convertido al diseñador en un mero técnico de herramientas informáticas.
Estas apocalípticas líneas son realmente una llamada a las armas. A perder el miedo a empuñar la crítica, razonar, a veces ganar y a veces perder, discutir, aprender a argumentar como la mejor defensa y generar debates. Será bueno para toda una sociedad, no sólo para el diseñador.
El diseño no es sólo el dibujo impreso, la etiqueta o el cartel, es el proceso que lleva a una solución final. Porque como dice Juli Capella, "todo está diseñado pero no todo está bien diseñado".
Critiquemos, que algo queda.
La conclusión a esta capítulo inaugural es muy sencilla. Ya no trabajaremos como lo hacían nuestros abuelos. Quizá, incluso, ni siquiera como lo hacían nuestros padres. ¿Es esto malo? En absoluto. Aunque desprenda un pequeño tufo catastrofista, este libro trata sobre todo lo contrario. Somos la primera generación de la historia que va a tener la oportunidad de trabajar desde su casa (muchos de nosotros, no todos) y, si nos dejan, ser MUY productivos y además poder compaginar nuestra vida laboral con la personal. La cuestión es si ‘los que mandan’ están preparados para aceptar que somos los suficiente responsables para hacer bien nuestro trabajo sin que nos vigilen como a niños del colegio. Y, para ello, debemos primero evidenciar los errores laborales que cada día más se cometen en muchísimas empresas. Y que (esto es lo que deberían entender) les hacen perder dinero y competitividad. Algo que vamos a demostrar en el siguiente capítulo.
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