Imagino a las familias del Paleolítico llevándose las manos a la cabeza cuando uno de sus retoños, en lugar de salir a correr como un animal desbocado, quiso quedarse en la cueva manoseando una piedra. 'Vamos a peor', pensaría sin duda el patriarca. Hasta que se dio cuenta de que el niño fabricó una lanza que multiplicó por 10 su capacidad de caza y alimentación.
Algo parecido ocurriría con los campesinos de la Edad Media, al sorprender a alguno de sus descendientes con un libro en las manos. 'Con dos brazos menos para trabajar moriremos de hambre', d¡scutiría el matrimonio. Hasta que, con lo aprendido, optimizó el riego y mejoró ostensiblemente los cultivos.
Pero no quiero irme tan lejos. En mi generación, la nacida en democracia en España, siempre ha sobrevolado una cantinela. 'Vosotros lo tenéis muy fácil y no valoráis las cosas', nos decían principalmente nuestros abuelos, supervivientes de la posguerra, sus cartillas de racionamiento y sus familias de 12 hijos. Y, curiosamente, los mayores avances de la historia de la humanidad están viniendo de nosotros. Y no me refiero a internet, los coches sin conductor o los alimentos transgénicos. Sino a una forma de ver la vida que pocos de ellos pudieron plantearse a causa de sus circunstancias. Pero que seguramente no hubieran abrazado por culpa de sus mantras.
¿Que los jóvenes se drogan o beben? Que levante la mano quien no lo hizo en los 60 y los 70. ¿Que sólo se divierten en macrofestivales? Herederos de Woodstock. ¿Que no estudian ni trabajan? Antes, si no querías estudiar te mandaban a trabajar. Hoy es completamente imposible. Partiendo, además, de la base de que la educación ha quedado anticuada respecto a la realidad de la calle.
Ya escribí aquí que, por mucho que digan, vivimos mejor que nuestros padres. Y no tiene nada que ver con el tema económico (en comparación cobramos menos dinero), ni con el social (nos emancipamos tarde y apenas podemos comprar una vivienda digna) y ni siquiera con el laboral (el paro juvenil es cada vez mayor pese a la 'buena preparación universitaria').
Sin embargo, hem0s descubierto y no tenemos pudor en proclamarlo que queremos VIVIR, en mayúsculas. Y aunque tengamos poca pasta nos pillamos un vuelo barato para ir a cualquier lado, porque lo que nos quedará será la experiencia y no los ahorros en un calcetín. Y aunque nuestros padres nos mantengan salimos a la calle a reclamar nuestros derechos y ejercemos el voluntariado para ayudar a los que de verdad tienen problemas.
Me gusta esta juventud porque quiere vivir, no sobrevivir. Siempre hay ovejas negras, pero generalizar es como decir que todos los futbolistas son analfabetos o que todos los empresarios son explotadores. Es fácil afirmarlo, pero sabemos que no es así.
Me gusta esta juventud porque protesta para que señores que serían incapaces de ejercer un oficio salgan escaldados de esa política en la que dicen gobernar para nosotros y dejen de robar el dinero que les damos. Me gusta porque quiere ejercer el derecho a ser padre o madre con sus hijos, no dejándolos en una guardería porque trabajan doce horas al día. Me gusta porque saben que tener trabajo es un lujo, pero protestan por sus precarias condiciones, dejando de lado el miedo a que los echen. Y me gusta porque quienes están proponiendo soluciones realistas son aquellos que tienen entre 20 y 35 años, porque el resto no ha sabido adaptarse a los rápidos cambios.
Toda generación cree que la siguiente será peor que la suya. No lo hemos cambiado desde hace cinco mil años y no va a ocurrir ahora. Pero si algo está demostrando la de hoy es que, pudiendo resbalarle los problemas, intentan que cada vez haya menos y para menos gente. Exactamente lo mismo que se buscó en los años 60. Pero allí ya quedó mitificado y obsoleto. Y hoy hay que escuchar a los que, de nuevo, quieren cambiar el mundo. A mejor.
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