Los que me conocen, o me siguen a través de este blog o de las redes sociales, saben de sobra que no soporto a la mayoría de los futbolistas. Llevo 15 años conviviendo cerca de ellos y los considero personas muy poco sensibles con la realidad social y escasamente respetuosas con el trabajo de otros colectivos.
Sin embargo, hay casos en los que intento er más allá. Más que nada porque, si yo fuera un directivo muy bien pagado, estoy seguro que todo ese dinero no me haría inmune al hecho de que miles de personas criticaran cada día mi forma de trabajar.
Al igual que una empresa (con sus especímenes de todo pelaje) puede convertirse en un entorno colaborativo, un club de fútbol es meramente competitivo. El trabajo de cada día no consiste en hacerlo bien, sino en hacerlo mejor que el de al lado. Si no lo consigues, no juegas. Si no juegas, no estás centrado al cien por cien. Y si pierdes esa concentración o esa confianza, cuando tienes la oportunidad crees que será la última y que debes demostrar en un partido lo que otros han podido hacer en 20. Y ahí mucha gente, como es normal, se viene abajo.
Y, al contrario de lo que pudiera parecer, la empresa (el club de fútbol) para la que trabajan no pone los medios adecuados para un rendimiento total. Sí, les da entrenadores, preparadores físicos, médicos y fisioterapeutas, pero casi siempre adolece de una cosa: un empleado que le pregunte al jugador si tiene algún problema y lo resuelva. Y ese problema puede ser desde un desconocimiento de su nutrición hasta una necesidad de ayuda psicológica.
Los futbolistas habitualmente suplentes han pasado a ser como los alumnos del colegio con mucho talento pero poca predisposición a estudiar. Sus profesores sabían de sobra que tenían entre manos a alguien brillante, pero debían atender a otros 40 y no podían centrarse en pulirlo. Algo lógico, por otra parte. Y a algunos les ocurre algo muy común: como existen altos cargos que se cagan de miedo cuando deben hablar en público, cuando deberían llevar implícito ese gen, tambien existen deportistas incapaces de rendir cuando se sienten criticados o vigilados. Algo, por otra parte, muy humano.
De todo ello resulta que numerosos equipos pierden no solo activos importantes, sino muchísimo dinero con estas actitudes. Fichan a alguien que creen especial y le pagan un buen sueldo. Pero cuando se viene abajo, en lugar de intentar reflotarlo, lo malvenden. Es lógico, por tanto, que todos estén arruinados.
Solamente Valverde (y ahora Pizzi con el caso de Barragán) supo qué hacer para devolverle la confianza: si tienes un central lento pero con capacidad de anticipación, buen juego aéreo y dominio del balón, ponlo de mediocentro. Si lo hace mal, no pasa nada. Aún puede solventar su error la defensa. Si lo hace bien, le subes la autoestima. E incluso puedes recuperarlo para dar más nivel a la plantilla.
Con todo, los directivos están más ocupados en hacer negocios y promocionarse para el futuro que en profesionalizar las estructuras. Y los entrenadores, lógicamente, en mantenerse en su sitio y poner a los que mejor están sin preocuparse de mimar a los que peor lo pasan. Y en esa deriva sigue el fútbol. En la ley del más fuerte, psicológicamente. Si la pifias y eres capaz de seguir adelante, sobrevivirás (que se lo digan a Arbeloa). Si no, posiblemente acabes jugando en Arabia Saudí al final de tu carrera. Y todo porque no te ayudaron. O por que tú no fuiste capaz de romper el estigma social que te rodea y pedir ayuda externa.
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