Últimamente voy a nadar una o dos veces a la semana. Como cuando corro, me ayuda a pensar. Y siempre pienso que me encantaría comprarme un mp3 acuático para escuchar música mientras hago ejercicio en el agua.
Más veces salgo a hacer running. He pensado que me vendrían bien más calcetines, así como un segundo par de zapatillas de última generación, unas mallas por debajo de las rodillas y una funda para ponerme el Samsung (que es muy grande) en el brazo mientras hago kilómetros.
En mi vida diaria ya hace mucho que no voy de compras por el simple placer de hacerlo. Me gustaría comprarme un par nuevo de vaqueros, ahora que en HyM he encontrado el modelo que me gusta y que creo que me queda bien. Y alguna camisa y algún zapato más, por aquello de tener variedad.
Necesitaría urgentemente una funda para el iPad, porque ya tiene un pequeño rasguño en la parte de abajo del cristal y me puedo cortar. O puede volvérseme a caer y romperse del todo. Y, ya puestos, igual me vendría bien un Samsung Galaxy S3 en lugar del S2 que llevo desde hace casi un año.
Mi tele es de 32 pulgadas. La compré en 2005. El mando a distancia está roto y para encenderla tengo que pulsar un botón que cada vez está más hundido. Tampoco tengo un DVD con USB, que siempre ayuda para ver series.
Y no me vendría nada mal poder adquirir un cargador del teléfono para el coche, aunque no lo coja mucho. Y, puestos a pedir, un piso con al menos una habitación más, porque el mío sólo tiene dos y una nena preciosa ha ocupado la que estaba libre.
Este podría ser el pensamiento de mucha gente. El que le lleva a acumular frustraciones porque no puede acceder a todo aquello que querría tener. Y que le hace entrar en barrena emocional ante la imposibilidad a causa de la crisis de comprarse lo que le apetece. De salir a cenar cuando le apetece. De darse caprichos de vez en cuando.
Así nos han educado. Para ser felices en base a lo que queremos tener, no a lo que tenemos. Algo que nos lleva a confundir la ambición con el 'siempre quiero algo más'. Y que en muchos casos nos imposibilita para disfrutar de lo que ya hemos conseguido.
Ahí es cuando pienso que tengo un piso que compré cuando me gustaba y que puedo seguir pagando. Que dispongo de material de sobra (y de alta calidad) para practicar deporte. Que llevo un smartphone cuyo coste de mercado es de 500 euros. Que con la ropa que tengo aparecen infinitas combinaciones como para que pueda no comprarme más en uno o dos años. Que si mi tele se ve no necesito una Smart, que no va cambiar las cosas que ya veo en mi tablet. Y, sobre todo, que hay miles de millones de personas que ni de coña van a llegar a tener en su vida lo que yo tengo ahora mismo (y no hablo de gente de África, sino de muchos que me cruzo por la calle cada día). Sin ser rico en dinero, ni mucho menos.
Escribo esto el día en que España supera por primera vez en su historia los seis millones de parados. Donde familias enteras no tienen trabajo, son desahuciadas y si tienen suerte pueden buscarse la vida en otro pais. Y, si no, pueden acabar viviendo de la caridad o hasta malviviendo.
¿En serio somos más felices por comprarmos el iPhone 5? A mí no me disgustaría tenerlo, pero con lo que tengo ahora (que es muchísimo) vivo inmensamente feliz. Si puedo mejorar por supuesto que lo haré. Y trabajo cada día para ello. Pero eso no significa que una vez conseguidas todas estas cosas debamos dejar de saborearlas, con lo que nos ha costado obtenerlas, porque queramos pasar en apenas un segundo al siguiente objetivo.
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