Está solo en su cama. Sabe que le quedan horas, quizá minutos. Acabó la quimioterapia ya hace semanas y solo le sirvió para acrecentar su sufrimiento, físico y mental. Por eso decidió morir en casa, rodeado de los suyos, alejado de la impersonalidad de un hospital.
En la época en la que vivimos podría decirse que no es viejo. Antes, los 58 años marcaban un claro declive. Al menos, así era cuando él nació. Ahora, en circunstancias normales podría hacer deporte a diario. Lo hacía, de hecho, hasta que le detectaron aquel tumor.
Aun así, piensa que ha tenido una vida plena. Desde muy joven se entregó a una causa por la que creía y fue ascendiendo en el escalafón de su partido. Tanto, que en un giro en la historia de su país acabó convirtiéndose en Presidente. Algo que ni siquiera se había planteado, pero para lo que estaba seguro de ser la persona adecuada en cuanto pisó el despacho.
Allí pasó por toda clase de circunstancias: una crisis económica, una guerra, problemas serios en la unión formada por los estados de su alrededor, victorias morales en las urnas, baños de masas con ciudadanos que más tarde le despreciarían… Pero nunca les echó nada en cara. En su opinión, el 90 por cien de las personas no tendrían la capacitación suficiente para afrontar un día a día como el que él conoció al levantarse cada mañana durante ocho años. Y eso, que siempre le conseguía sacar una media sonrisa, le colocaba en una esfera muy superior a sus contemporáneos.
Tampoco ese 90 por cien, por un ‘sacrificio’ menor a una década, podía disfrutar de una pensión vitalicia, varios sueldos como conferenciante, profesor y consejero y la posibilidad de vivir una vida plena. Con viajes por el mundo. Con horarios a su medida. Con mesas en los mejores restaurantes. Con presencia en las reuniones donde los ‘lobbys’ decidían el futuro del planeta y luego pedían catering a 500 euros el cubierto.
Sí, había vivido bien. Incluso podría decir que muy bien. Dejaba, además, el futuro de su familia más que encarrilado. A su mujer en esferas similares a las que él tocó. A sus hijos, con la carrera y los pisos pagados y referencias de sobra para trabajar donde quisieran. Podía irse en paz.
Decían los médicos que la contaminación ambiental había acrecentado lo delicado de su salud. Había hecho crecer el cáncer. Y que, a pesar de todos los avances, este tipo específico todavía no era curable. Por una vez, un escalofrío le recordó que estaba a punto de morir. Y solo pudo echarse a llorar en la soledad de su mansión.
Su funeral, de Estado, lógicamente, ya no lo vio. Como tampoco las muestras de apoyo que le dieron aquellos a los que se había enfrentado de manera virulenta en el ejercicio de sus funciones.
Y tampoco vio que, con otro Gobierno en el poder, alguien tuvo los cojones de plantarse y cumplir en su país el protocolo de Kyoto, lo que llevó a descubrir una partícula capaz de dispersar la nube de contaminación de su ciudad. Y no pudo ver que, junto a esa medida, se retiraron fondos de reptiles para convertirlos en ayudas a la investigación, lo que derivó en un plazo de tan solo dos años en una cura contra la que fue su enfermedad. Una cura que estaba muy cercana, pero que se frenó en seco cuando sus recortes se destinaron a Sanidad y Educación.
Vivió 58 años de una vida plena, sí. Pero, ¿qué hubiera pasado si en lugar de recortar para el pueblo, hubiera recortado para los políticos? Quién sabe si hoy seguiría vivo.
Comentarios